viernes, 31 de agosto de 2012

Un amado vicio


Suele decirse que para poder escribir para chicos hay que hacer arqueología de la memoria, buscar en los recovecos del tiempo y recuperar al niño que uno fue. Seamos sinceros: para aquellos que elegimos este oficio, no se trata de un viaje muy largo. Podremos ejercer de padres responsables, madres que firmar boletines, ciudadanos que pagan impuestos, cambian el aceite del auto (digamos) y recuerdan ir al dentista. Pero antes, durante y a pesar de todo esto, hay otro yo subterráneo, un alter ego persistente, cual viejo vicio que se rehúsa a morir. De existir la tecnología necesaria, se me hace que podrían detectarlo tras los zapatos serios y las bolsas del supermercado. Una junta de médicos incluso podría diagnosticarlo: hipertrofía aguda de la imaginación, dibilitamiento agravado del sentido de la realidad con crisis repentinas de asombro y ataques de extremo contento. Poco importaría, porque cuando uno decide al fin entregarse a este vicio, el mundo se vuelve enteramente generoso. Los pájaros adoptan raras manías, los hornos arden de amor por las heladeras, los chicos van al colegio con la cama puesta y el bicho bolita más pedestre esconde dosis insospechadas de misterio. Nada es lo que es sino infinitas versiones de sí mismo, cada cual mejor. Pero no exageremos: este oficio no es delirio ni es quimera, no es fuga ni perdición. Es, tan sólo, una forma de vida más fiel a los unicornios que a los semáforos, más afín a las sirenas que al Código Civil. Y esto, convengamos, nunca le hizo mal a nadie; apenas contagia.

Fabiana Fondevilla

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